MI PRIMER VUELO, UN DIA QUE NUNCA OLVIDARÉ

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Comodoro (RE) Luis Alberto Briatore (Aviador Militar de Caza).

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Perfectamente consciente de que existía una sola oportunidad y no podía desperdiciarla, estudiaba todo el tiempo como nunca en la vida lo había hecho. Sin pausa, cada momento libre machacaba y machacaba, sin importar la hora ni el día. Recitaba los procedimientos y las emergencias de memoria; lo hacía una y otra vez, hasta llegar a saberlos como el Ave María.

Los consejos seguían cayendo como gotas de lluvia alrededor de los cursantes. Uno de tantos decía: “Los nervios típicos de un piloto novato, los errores que aparecen fruto de la inexperiencia, el sonido del motor a pistón que invade la cabina, la pesada presencia del instructor en el puesto trasero, y algunos detalles más, son los principales motivos que dispersan la concentración necesaria. La única medicina para neutralizar este preocupante mal consiste en dominar, totalmente y sin fisuras, el conocimiento teórico, indispensable en el arte de volar”.

Con esa enorme carga de estrés, debíamos encontrar la manera de calmarnos una vez ubicados dentro de la pequeña cabina metálica. No era una tarea sencilla; pero sí, el único camino si aspirábamos a pilotear con éxito y soltura el legendario Mentor.

Sentado cómodamente sobre una silla de madera, bajo la ducha, reposando en la cama o en cualquier otro escenario posible, imaginábamos el ambiente para concretar ese vuelo imaginario. La mente dibujaba situaciones en las que ejercitábamos lo aprendido cientos de veces. Accionaba interruptores imaginarios con ambas manos, memorizaba conocimientos y movimientos que, de a poco, se iban tatuando en mi cerebro convertido ya en aeronáutico.

Llegaba la hora de la verdad

El ambiente y la forma de trabajar habían cambiado de manera abrupta. El aire que se respiraba era totalmente diferente. Sin darnos cuenta, comenzamos a vivir los primeros esbozos de una actividad operativa con códigos distintivos, modalidad de trabajo que por fortuna nunca más abandonaríamos.

El Grupo Aéreo Escuela era el lugar donde preparábamos cada vuelo e interactuábamos con los instructores en un diálogo constructivo y enriquecedor.

Los cursantes estábamos distribuidos en dos escuadrones; a su vez, cada uno en dos escuadrillas y éstas se formaban con cinco pelotones con su respectivo instructor del que dependían cuatro inexpertos.

La actividad diaria comenzaba siempre de la misma manera. Bien temprano, formados, saludábamos al Jefe de Escuadrón; luego pasábamos al aula, nos sentábamos por pelotones, y allí un instructor, magistralmente, exponía el briefing del día.

La clase se iniciaba con una ingeniosa introducción que incluía un ocurrente llamado de atención; también incorporaba algún pasaje que relataba un hecho divertido sucedido en vuelo. Técnica pedagógica que buscaba romper el nerviosismo que invadía a los pilotos novatos. Acto seguido, apelando a la memoria de los cursantes y, de manera aleatoria, repetíamos cada paso de la emergencia que había dado origen a la exposición.

La exigencia era de tal magnitud que estábamos preparados para rendir un examen a diario. Con el tiempo, entendimos que este interesante ejercicio de estar tan afilados en el conocimiento, incentivaba a las agotadas neuronas para que rindieran al máximo. No podíamos dejar de estudiar si deseábamos alejar el fantasma de la separación de vuelo que, desde un comienzo, siempre estaba merodeándonos.

El esfuerzo no sería en vano, ya que el desempeño durante este año tan trascendente definiría el destino de preferencia una vez finalizado el entrenamiento.

La actividad que íbamos desarrollando estaba íntimamente relacionada con una perfecta planificación. Todo se ejecutaba por una determinada razón, donde la palabra “capricho” no existía.

Por fin estaba llegando el momento tan esperado: volar el patrón de pilotaje. En sólo quince horas de vuelo debíamos estar listos para rendir la inspección, uno de los obstáculos más difícil de vencer. ¿Por qué? Para entenderlo utilizaré otra de las frases que escuchaba esos días por los pasillos del Grupo Aéreo: ¡Si a una vaca le damos cien horas de vuelo, seguramente, va a saber despegar y aterrizar sin ningún problema!

La diferencia principal con respecto al rumiante consistía en que debíamos lograrlo en muchas menos horas y bajo un alto nivel de exigencia.

Los principales puntos de esta etapa a superar eran: despegar y aterrizar solos, saber qué hacer cuando el motor deja de funcionar y no ser peligrosos en las maniobras consideradas básicas.

El que no llegaba al nivel exigido no aprobaba. Le asignaban un par de horas de repaso, y si no rendía bien en la última instancia con el jefe de escuadrón, con mucho dolor, sería un cadete separado del vuelo. Obviamente, un hecho lamentable al que nadie quería llegar.

En poco tiempo llegaría el debut en el Mentor, el que fue inolvidable.

Un debut en el Mentor que fue inolvidable

¿Cómo olvidar ese momento soñado?

Figuraba Nº 1 en el plan de vuelo. Fue a primera hora de la mañana, donde el sol recién comenzaba a trepar por el horizonte. Un cielo totalmente despejado en la culminación del cálido verano cordobés. Sentía nervios y, a la vez, incertidumbre. Estaba debutando en el comando de una aeronave. Era un desafío y un enigma unidos en un mismo acto.

En el primer vuelo todo cuesta y mucho. Hay que buscar la manera de sentirnos cómodos en la cabina, tratar de no rodar torpemente, evitar mal uso de los frenos, aprender a comunicarnos por radio e infinidad de detalles que, a fuerza de equivocaciones, de a poco, van mejorando.

Poner el avión en marcha fue un hecho novedoso. La falta de costumbre y sentir el arranque del motor con fuerza me provocó un efecto perturbador. Por fortuna, tenía un apuntador de lujo en el puesto trasero, el que, por única vez, era el que soplaba todo lo que uno podía olvidarse.

En cabecera, con motor a pleno, y al dejar de presionar los frenos, sentí que con los 205 caballos de fuerza, el Mentor rompía inercia como un corcel desbocado. Conmovido por una rápida aceleración, el potro salvaje comenzó ganándome la pulseada, abusando de la inexperiencia del jinete.

El despegue lo hice como pude. Recorrí la pista con un suave viboreo, mientras comprobaba la efectividad de los timones en esta fase crítica.

Sentía mi mente turbada, intentando aplicar algo de todo lo que había practicado hasta el cansancio.

Fue salir del cascarón, sacar la cabeza y enfrentar un mundo que nunca había vivido. Una situación que puedo definir como de confusión total.

Cuando las ruedas abandonaron el piso, fue un shock, una sensación distante al vuelo que tanto había soñado, mientras trataba de superar el momento. Me costaba encontrar los instrumentos. Apenas podía espiar el paisaje. No llegaba a percibir qué era lo primordial a observar.

Los minutos en el aire comenzaron a correr. Como el cóndor en su primer vuelo, reconocí que al mover las alas, éstas respondían a las intenciones de sustentarme y maniobrar en el firmamento. Lentamente, la dosis necesaria de confianza comenzó a aparecer, y todo fue fluyendo de manera natural.

La primera salida del nido sirvió para percibir estas nuevas sensaciones. Al batir las alas, el pájaro de metal inició su ascenso. Bajando un plano, pude virar y, de a poco, mi cerebro comenzó a reconocer la manera de cómo realizar cada maniobra.

Con más tranquilidad, mientras surcaba el cielo, logré sacar por fin la cabeza de los instrumentos. Entonces, pude disfrutar cada movimiento en el aire. Estaba sintiendo la más pura sensación de libertad.

En altura, maniobraba siguiendo el principio de acción y reacción. Ante la fuerza ejercida sobre cada comando de vuelo del Mentor, éste respondía obedientemente. Experimentaba la subordinación de la máquina al hombre. Sin darme cuenta, la alegría interior me iba transformando el alma en aeronáutica para siempre.

Hasta ese día, yo había jugado a que volaba; lo había hecho en una cabina fría de un avión falto de vida. Esta vez, todo había cambiado. El motor era el corazón; el piloto, el alma que lo gobernaba; y los comandos obedecían a mis impulsos para transformarse en una extensión de mi cuerpo.

Ni bien despegamos, pusimos rumbo al sector, el que tenía como centro al monumento de una mujer apasionada por la aviación, Myriam Stefford. Mausoleo enorme, más alto que el obelisco, el que se veía muy fácilmente desde el aire[1].

Ese día, aprendí qué era un sector de vuelo. Se trataba de una enorme aula, ingeniosamente construida en el aire, el mejor lugar donde podíamos practicar distintos movimientos con la mayor libertad. La forma que presentaba era ideal, un cubo gigante e imaginario, con paredes transparentes imposibles de chocar. Los límites, marcados con astucia, se encontraban en el terreno, con referencias fácilmente ubicables.

Éste era mi mundo nuevo, donde lo imaginario se había transformado en real.

Podría describir el debut en el aterrizaje como ejecutado por un eficiente piloto automático. En el momento que intentaba posar el B-45 de la manera más decorosa, apareció la mano del experimentado instructor quien logró que las ruedas del Mentor color aluminio acariciaran el duro asfalto.

El porcentaje de humedad corporal que absorbió el buzo de vuelo (empapado) fue directamente proporcional a la alegría que invadía mi espíritu. No podía ser de otra manera, había cumplido con la obsesión de toda la vida. Y la historia recién comenzaba.

Ese día sucedió lo que dijo con sabias palabras Leonardo da Vinci, mucho antes de que un avión volara: “Una vez que hayas probado el vuelo, siempre caminarás por la Tierra con la vista mirando al Cielo, porque ya has estado allí y allí siempre desearás.