El “apeadero” de Puerto Nuevo, también conocido como “el Aeropuerto de Retiro”

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Breve historia del ignorado antecesor de Aeroparque

Por Guido GHIRETTI y Gustavo MARÓN


La explosión de actividad aérea provocada por el arribo a la Argentina de las misiones aeronáuticas extranjeras provenientes de Italia (1919) y Francia (1919/1920), sumada a la dinámica de numerosos emprendedores aeronáuticos privados llegados a Buenos Aires a fines de 1919, generó un verdadero caos operativo en el aeródromo de El Palomar, sede de la Escuela de Aviación Militar que, de hecho, se convirtió el polo concentrador de la aviación comercial argentina por ser el único aeródromo de envergadura con el que por entonces contaba la Ciudad de Buenos Aires.
Esta concentración de actividad aerocomercial fue posible merced a la vigencia de un decreto del Poder Ejecutivo Nacional suscripto en 1916, que otorgaba “autorización para permitir a los propietarios de aeródromos establecidos o a establecerse en la República, y a los fabricantes de cualquier clase de material aeronáutico, para erigir hangares, talleres, efectuar vuelos, ejercitar y preparar alumnos y personal, o hacer experiencias en aparatos y dispositivos aeronáuticos, en El Palomar”.

Como el aeródromo de El Palomar estaba trazado en terrenos del Ministerio de Guerra, los principales afectados por la presencia de operadores aeronáuticos comerciales terminaron siendo las unidades que allí tenía asentadas el Ejército Argentino, poco afectas a compartir espacio con civiles, y mucho menos con civiles extranjeros. Pero resultaba discriminatorio o políticamente incorrecto desalojar del lugar exclusivamente a los extranjeros, entre otras razones porque aquellos representaban a importantes empresas provenientes de países que acababan de ganar la I Guerra Mundial.

Puesto en la disyuntiva, el Ejército Argentino decidió cortar por lo sano y, el 20 de febrero de 1920, dispuso expulsar a todos los explotadores civiles del estratégico enclave de El Palomar. La decisión fue sensata pues la autoridad castrense priorizó el uso militar exclusivo del aeródromo en función de los intereses nacionales asociados a la defensa, pero cayó verdaderamente mal entre los operadores afectados, que intempestivamente quedaron “de patitas en la calle”. Muchos consideraron a este episodio, fundamental de nuestra aeronáutica, el primer y prematuro antecedente de una larga serie de desencuentros, conflictos y recelos entre la aviación civil y militar argentina.  El enfoque no es incorrecto si se considera que el 23 de febrero de 1920, apenas tres días después de la orden de desalojo, fue creado el Servicio Aeronáutico del Ejército, que pasaría a ejercer potestad y jurisdicción sobre todas las aeronaves con base terrestre.  Pero nada que volara se escaparía del control militar, pues los hidroaviones y aeronaves anfibias debían ser inscriptos y registrados por el Servicio Aeronáutico Naval, que dependía de la Armada Argentina.

La célebre y reclamada Quinta Arma… a la que fue supeditada orgánicamente la totalidad de la aviación civil.

La inmensa mayoría de los civiles desplazados de El Palomar decidió instalarse por su cuenta en aeródromos propios. Las posibilidades para ello no eran muchas, pues los lugares aptos no sobraban en los alrededores de la Capital Federal, pero así fue que surgieron tres nuevos aeródromos: San Isidro (ocupado por el inglés Shirley Kingsley y The River Plate Aviation Company, ver LV Nº 8, Verano 04/05, páginas 23/34), San Fernando (donde se instaló el aeródromo Curtiss dirigido por el ítalo-americano Lawrence León, ver LV Nº 31, Primavera 2010, página 17)  y Castelar (con la Escuela Italo-Argentina de Aviación dirigida por del italiano Ernani Mazzoleni, ver LV Nº 3, Primavera 2003, página 12).

Todos estos aeródromos eran privados y sus propietarios habían debido desembolsar buen dinero para dejarlos en condiciones operativas razonables para la época.  Pero, a la vez, todos adolecían de algún limitante que impediría a futuro su expansión seria o planificada, de modo que todos nacieron con un pecado original que, en definitiva, los llevaría a la muerte. Para peor, todos eran predios alquilados, con accesibilidad afectada luego de lluvias y temporales, de dimensiones reducidas u obstáculos en sus cercanías.

Estos defectos poco le importaron al porteño en un principio, pues por aquellos tiempos la aviación era todavía un espectáculo que ameritaba planificar el viaje a los aeródromos como si se tratara de una excursión específica o de paseo de fin de semana.  Pero paulatinamente, para quienes protagonizaban la nueva actividad y para quienes lo espetaban, los “sitios de volación” dejaron de ser circuitos recreativos aislados. De a poco y en forma progresiva se fueron conectando y abriendo a la comunidad, hasta convertirse en una nueva marca del pujante urbanismo de Buenos Aires.

La idiosincrasia porteña, afecta al snobismo y a la figuración, adoptó de inmediato a estos aeródromos como hitos o referentes de la modernidad, del avance, de lo que se venía.  Por otro lado, y en simultáneo, se dio un fenómeno social paralelo, cual fue que la aristocracia bonaerense comenzó a comparar a su propia ciudad con las grandes urbes europeas y norteamericanas (en ese orden), pretendiendo para Buenos Aires las mismas comodidades y soluciones que para las metrópolis extranjeras.  Y resultó que todas las ciudades del mundo que presumían de ser realmente capitales tenían su aeropuerto, que servía al transporte aéreo pero que, además, cumplía socialmente con el mismo fin de ostentación y recreo. Ello había sido posible porque los primitivos “sitios de volación” habían dejado de ser potreros marginales y estaban siendo cada vez más considerados dentro de los planteos urbanísticos modernos.

Pronto los porteños se dieron cuenta que Buenos Aires no tenía su aeropuerto de cabecera, si sitio aeronáutico icónico, pues los aeródromos de San Isidro, San Fernando y Castelar no terminaban de servir cabalmente a ese propósito, fuera por dimensiones, por distancia al ejido urbano o por penalizaciones en caso de inclemencias climáticas.  Ese fue el motivo de una de las primeras propuestas serias para darle a la ciudad un aeródromo oficial, genuino y propio.

En abril de 1923 la Municipalidad de Buenos Aires se replanteó seriamente el tejido urbano de la ciudad y su Intendente, el Dr. Carlos María Noel, creó un cuerpo colegiado específico para desarrollar las nuevas propuestas. El colectivo, denominado “Comisión Estética Edilicia”, estaba integrado por representantes de la Sociedad Central de Arquitectos, la Comisión Nacional de Bellas Artes y el Ministerio de Obras Públicas de la Nación. Terminó produciendo un interesante trabajo titulado “Plan Regulador y de Reformas de la Capital Federal 1923/1925”, que propiciaba la creación de avenidas continuas, agrupación de los edificios de gobierno y creación de numerosos parques y jardines.

El aeródromo incluido en el Plan Regulador se previó en un área vecina aledaña hacia el Oeste del poco activo campo de vuelo de Villa Lugano, en el denominado “Bañado de Flores”. Está claro que los urbanistas no meditaron mucho en la decisión, pues el futuro aeródromo se destinó allí sencillamente porque la zona ya tenía cierta impronta aeronáutica por la actividad aérea desarrollada en Lugano. Pero el lugar proyectado se inundaba fácilmente y, desde el punto de vista del urbanismo, terminó siendo un contrasentido, pues se cancelaba el principio rector de la época, cual era considerar a los aeropuertos como elementos centrales de las ciudades.  En el Plan Regulador el futuro aeropuerto, que conceptualmente era un sinónimo de modernidad, terminaba siendo “el patio de atrás” de la ciudad.

Felizmente el aeropuerto previsto en el Plan Regulador de la Capital Federal nunca fue construido, pero su sola planificación resultó edificante pues disparó el debate, y pronto resultó que verdaderos técnicos comenzaron a trabajar en el asunto del aeropuerto urbano. Entre ellos destacó el Mayor Francisco de Sales Torres, que tomó el problema como un desafío personal y se aplicó de lleno a preparar un proyecto que brindara una solución definitiva. Torres era por esa época la persona más autorizada e influyente que tenía el país en materia de aeródromos.  Había sido designado a principios de 1923 como Jefe del Departamento de Aviación Civil del Servicio Aeronáutico del Ejército y, desde aquel cargo, tendría un preponderante papel en el desarrollo de los primeros aeródromos nacionales.

El proyecto que preparó el Mayor Francisco Torres para la Ciudad de Buenos Aires fue uno de los primeros que utilizó el concepto de reclamo fluvial, es decir, ganarle superficie al Río de la Plata por ampliación de sus costas naturales. El aeródromo proyectado se denominó “Aero-Puerto de Buenos Aires”, pues integraba en sí a los transportes náutico y aeronáutico, toda una novedad para el urbanismo porteño. La futura pista estaría ubicada en el extremo Norte del Puerto Nuevo, que aún no se encontraba terminado. El planteo resultaba bastante sensato, pues permitía combinar en un solo punto el aeródromo terrestre y las bases de hidroaviones, todo un acierto si tenemos en cuenta que estos últimos eran las estrellas de la aviación comercial del momento.

El Mayor Francisco Torres no avanzó mucho en torno a la infraestructura que equiparía el campo, pero sí previó el soterramiento de líneas de ferrocarril, detalló los servicios administrativos que lo equiparían e incluso acordó con el Municipio el tratamiento de las líneas estéticas de los edificios a construir, de modo que la Ciudad de Buenos Aires y su aeropuerto se fundieran en un todo conceptual. El aeropuerto ya no era el “patio trasero” de la ciudad, sino parte de su pórtico de entrada. El proyecto resultó ser de tal envergadura que pronto todo el mundo estaba hablando de él asumiendo que se ejecutaría tal cual lo planificado, todo un tributo a la capacidad de gestión del Mayor Torres, que a sus 39 años ya había cimentado un sólido prestigio de ejecutor pragmático y determinado.

Pero lo cierto es que el proyecto de Torres no era más que eso, un plan de gestión que, para ser ejecutado, requería previamente su implementación normativa. Y puesto que el proyecto comprometía por igual a la jurisdicción marítima (de competencia federal), el área portuaria (de competencia federal) y terrenos de la Capital Federal (de competencia federal), la única solución posible pasaba por validar la iniciativa a través del Congreso de la Nación. Hasta donde se sabe, el único legislador nacional que se ocupó de la iniciativa fue el Diputado Nacional Leopoldo Bard, de la Unión Cívica Radical. Bard era un personaje del mismo calibre que Torres. Acérrimo yrigoyenista, era además médico, escritor y jugador de fútbol.  De hecho, fue el primer capitán de un pequeño club que decidió bautizar River Plate.

Con este perfil, no es de extrañar que Bard buscara el progreso para su propia ciudad… con el rédito político asociado.  A mediados de 1924 enmarcó el plan general de Torres en un proyecto de ley para que fuera tratado en la Cámara Baja a fin de año. La iniciativa recibió el tratamiento de laComisión de Comunicaciones y Transportes de Diputados, pero no pudo ser tratada en el recinto por la vigencia de la denominada “Ley Olmedo”, una norma que ralentizaba el funcionamiento del Congreso estableciendo una especie de cupo a tratar por períodos legislativos. Sin una discusión legislativa de fondo, el proyecto general de Torres se vino abajo. Pero ello no impidió que la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires lo tomara en cuenta como solución urbanística general, a punto tal que el concepto de hidro-aero-puerto terminó siendo considerado dentro de los manzaneros proyectados para el área del puerto a mediados de 1925.

Una solución negada

Curiosamente, para mediados del año 1925, desde la Dirección del Servicio Aeronáutico del Ejército se comenzó a propiciar la creación de un gran aeródromo central que agrupara la actividad generada en todos los pequeños campos de vuelo repartidos en la Capital Federal y alrededores de Buenos Aires.  La propuesta inicial era autoría del Coronel Enrique Mosconi, el mismo oficial del Ejército Argentino que en febrero de 1920 había propiciado el desalojo de los operadores civiles del aeródromo de El Palomar, lo que permite colegir que no era precisamente un “anti civil” sino un planificador y que, en el altar de esa planificación estaba dispuesto a sacrificar por igual a civiles y militares.

En casi tres años de gestión como Director del Servicio Aeronáutico del Ejército, Mosconi terminó comprendiendo a la aviación (civil y militar) como no lo harían en el futuro los expertos que habrían de sucederlo, a punto tal que puso en marcha numerosos proyectos realmente increíbles: diseñó un esquema de rutas aéreas distribuidas por todo el país, planificó la creación de numerosos aeródromos por categorías, ordenó la creación de una ruta aeropostal a la Patagonia (sin mayor suceso, pero que luego sería la que explotó por años Aeroposta Argentina) y propició la ejecución de largos vuelos de entrenamiento para la aviación militar.

Mosconi dejó a su tiempo la Dirección del Servicio Aeronáutico del Ejército, pero, como suele ocurrir con los grandes hacedores, sus ideas y preceptos de planificación fueron respetados a rajatabla por sus sucesores. Su reemplazante inmediato, el Coronel Luis Casinelli, se esmeró en ejecutar la planificación del espacio aéreo tal cual su predecesor lo proyectado y, en tal sentido, se aplicó a implementar el esquema de “Rutas Aéreas” que Mosconi había imaginado en 1921 (y que sería recordado en su célebre recopilación póstuma titulada Creación de la 5º Arma y las Rutas Aéreas Argentinas, publicado veinte años después, en 1941).

Las “Rutas Aéreas” que trazó Mosconi eran sencillamente aerovías tal cual las conocemos hoy, pero en una versión un poco más rudimentaria propia de aquella etapa fundacional del transporte aéreo. ¡La idea general resultaba brillante, pero el problema práctico de implementación era que, conforme al plan de Mosconi, las aerovías que tenían destino en Buenos Aires terminaban convergiendo en el aeródromo de El Palomar… donde estaba prohibido operar comercialmente!

Entonces, sin El Palomar disponible como destino o partida de vuelos comerciales, era necesario dar a las “Rutas Aéreas” planificadas un punto terminal acorde, pues de no mediar una intervención oficial inmediata, era previsible que continuaran apareciendo y desapareciendo aeródromos privados desordenadamente y por doquier.  Tenía sentido fijar el punto de destino en algún lugar definido geográficamente y, en lo posible, inamovible a futuro.

La solución se encarnó en 1925 en el aeródromo 6 de septiembre en el Partido de Morón, Provincia de Buenos Aires, pronto rebautizado Aeródromo Central Presidente Rivadavia, que fue el enclave que la Dirección del Servicio Aeronáutico del Ejército contempló para uso exclusivo de la aviación civil.  Aunque su historia no será tratada aquí, destacamos su creación porque bien pudo ser la solución urbanística final de la Ciudad de Buenos Aires. El terreno fue arrendado el 29 de diciembre de 1925 por Decreto Nacional suscripto por el Presidente Marcelo T. de Alvear (Boletín Militar N° 7242) y posteriormente ocupado por el Servicio Aeronáutico para servir “a la aviación civil de capital y alrededores”.  En los años siguientes se convertiría en uno de los más importantes centros de actividad aérea del país y, simétricamente, en uno de los más destacados hitos de la infraestructura aeroportuaria moderna.

Por desgracia, los diseñadores de Morón no contemplaron el mejoramiento de los caminos de acceso al nuevo aeródromo, ni tampoco se ocuparon del transporte público que lo serviría. La falta de previsión en ambos asuntos resultó verdaderamente imperdonable, porque Morón fue concebido como un enclave aeronáutico de importancia, pero terminó repitiendo los problemas de los aeródromos periféricos que intentaba erradicar.  El Aeropuerto Presidente Rivadavia, que hubiera sido la panacea al problema aeroportuario de la Ciudad de Buenos Aires, terminó convertido en un aeródromo “de retaguardia”, con lo que quedó cancelado el principio del gran pórtico aéreo a la enorme capital portuaria.

Le Corbusier en Buenos Aires

El 3 de octubre de 1929 arribó a Buenos Aires el arquitecto Charles Édouard Jeanneret-Gris, mejor conocido como Le Corbusier.  No era cualquier arquitecto, sino un teórico de la Arquitectura, uno de los padres del Modernismo (junto a Frank Lloyd Wright, Walter Gropius, Alvar Aalto y Ludwig Mies van der Rohe) y, ya por entonces, uno de los pensadores más influyentes del Siglo XX. Había nacido en una región francófona de Suiza en 1887 pero años después se había nacionalizado francés, de allí su pseudónimo filogalo, que en definitiva era el apellido de su abuelo materno.

Charles Edouard Jeanneret-Gris, Le Corbusier. Su interpretación de la Arquitectura dio lugar a una nueva corriente, el Modernismo, caracterizada por la interacción entre el habitante, los espacios que habitaba y sus máquinas de transporte, entre las que destacaban los autos y los aviones. (Guido Ghiretti).

Le Corbusier había sido invitado a la Argentina por la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires y por la Sociedad Amigos del Arte para brindar una serie de conferencias sobre la corriente vanguardista que propiciaba.  Como advertirá el lector, la visita de una personalidad de esta envergadura intelectual ya era suficientemente buena, pero lo era todavía más teniendo en cuenta que a Le Corbusier le encantaban los aviones, el modernismo que ellos entrañaban y la amplitud del entorno urbanístico que representaban.  Con estos antecedentes no es de extrañar que se le pidiera opinión para dar luz definitiva al problema urbanístico de la ciudad (en general) y a la ubicación de su conflictivo aeropuerto (en particular).

Le Corbusier no se expidió de inmediato y ello resultó providencialmente bueno, porque en el medio de sus diez conferencias realizó un viaje a Asunción del Paraguay, el 22 de noviembre de 1929. El dato sería irrelevante si no fuera porque hizo aquel viaje en avión (lo que le permitió ver y entender desde el aire la realidad y potencial de la Ciudad de Buenos Aires) y porque aquel viaje aéreo era el segundo que realizaba en su vida después de su bautismo de vuelo en la Unión Soviética (lo que permite colegir que absorbió tanto información como emociones, algo trascendente dada la naturaleza artística de su espíritu creador).

Como si lo expuesto no fuera suficiente, no cabe duda que fue debidamente inoculado por los protagonistas aeronáuticos con los que le tocó interactuar. Y es que Le Corbusier hizo su viaje a Asunción en el Latécoére 28 matrícula F-AJIO (serial 903) de la Compagnie Genérale Aeropostale, piloteado en la oportunidad por el legendario aviador francés Jean Memoz.  Junto a él volaron como pasajeros el Director Técnico de la Aeropostale (Vicente Almandós Almonacid), el Director Administrativo de la empresa (Emmanuel de Sieyes), al Jefe de Tráfico de la compañía (Antoine de Saint Exupéry) y otras cuatro personas. El vuelo realmente impresionó a Le Corbusier, a juzgar por lo que escribiría a su regreso:

Este país de América está dimensionado para el avión.  Creo que la red aérea se convertirá en el sistema nervioso más eficaz. Vean el mapa, todo es gigantesco, y de vez en cuando un caserío, una ciudad.  (…) Desde el avión Latécoére, a 1.200 metros de altitud, he visto ciudades de colonos, pueblos rectilíneos o chacras trazadas en damero y demás puestos de avanzada.  (…) A la vista de la Argentina, a 500 metros de altitud, la ciudad (de Buenos Aires) apareció:  orillas sucias de galpones, centro de la ciudad lejos de la ribera erizada, hirsuta, tumultuosa de ese desorden propio de América, signo de una vitalidad prodigiosa, pero también de la improvisación.  A ese penoso espectáculo de pesadilla opongo este nuevo estado de conciencia, ese prisma de vidrio, brillante, geométrico, de la luminosidad intensa, razón fría (millones ganados) y lirismo (amor por el orden y la belleza) de la organización y la armonía”.

De regreso de Asunción Le Corbusier tuvo la oportunidad de discutir algunos aspectos de una planificación urbanística para la Ciudad de Buenos Aires, en conjunto con sus contemporáneos locales, los Arquitectos Jorge Ferrari Hardoy y Juan Kurchan, que de inmediato pasaron a ser sus discípulos. En la opinión del suizo, Buenos Aires debía revalorizar la presencia del Río de la Plata con diversas obras, incluida la del aeródromo costero, en buena medida porque compartía el concepto de portal aéreo de acceso a la gran capital argentina.

No se sabe a ciencia cierta hasta qué punto calaron las máximas de Le Corbusier en el pensamiento de los arquitectos argentinos, pero fue claro que no les produjeron mella alguna en lo que a infraestructura aeronáutica se refiere.  Y es que el “Plan Director para Buenos Aires” que terminaron elaborando no previó ni siquiera un terreno residual para el enclave del aeródromo urbano.  Curiosamente, y a contrapelo de las máximas de Le Corbusier, En el proyecto no sólo se había abandonado el concepto del aeropuerto metropolitano como pórtico de entrada a la ciudad, sino que directamente se lo había eliminado conceptualmente del tramado urbanístico porteño.

 

La presión corporativa

Como suele suceder en muchos casos, la realidad terminó imponiéndose a la teoría y fueron los protagonistas los que marcaron el ritmo de los acontecimientos.  Y en el caso que nos ocupa, esos protagonistas fueron las grandes empresas aerocomerciales norteamericanas que pujaban por obtener ganancias explotando el naciente transporte aéreo de pasajeros y correo por éstas remotas latitudes.  Nos referimos concretamente a New York – Rio – Buenos Aires Line (NYRBA) y a Pan American – Grace Airways (PANAGRA).  Ambas compañías competían por establecer líneas troncales y secundarias entre Sudamérica y los Estados Unidos, ambas venían extendiendo sus operaciones cada vez más al Sur (NYRBA por el Atlántico, PANAGRA por el Pacífico) y ambas terminaron confluyendo en Buenos Aires, donde habría de librarse su última batalla comercial.

NYRBA hizo pie en nuestro país el 13 de julio de 1929, cuando acuatizó en el antepuerto del Puerto de Buenos Aires el Sykorsky S-38A matriculado NC5933 (serial 14-A), bautizado Washington.  De inmediato se proyectó un servicio radial, con epicentro en Buenos Aires, que conectaba Montevideo (directo), Santiago de Chile (vía Mendoza) y Yacuiba (vía Rosario, Córdoba, Tucumán y Salta).  Siguiendo la segregación operativa de la época, todos los destinos costeros de NYRBA eran atendidos por hidroaviones (basados en el Yacht Club Argentino), mientras que los destinos mediterráneos eran servidos con aviones terrestres (específicamente Ford 5-AT Trimotor basados en el aeródromo de General Pacheco).  Como el lector podrá advertir, el intercambio de pasajeros era incómodo y engorroso, en parte por la distancia y en parte porque Pacheco (que como aeródromo era excelente) tenía accesos pésimos cuyo tránsito se hacía imposible en épocas de lluvias.

PANAGRA llegó a Buenos Aires el 12 de octubre de 1929, tres meses después que NYRBA, y a diferencia de ésta concentró todos sus recursos aéreos en un solo punto operativo, cual fue el Aeropuerto Presidente Rivadavia de Morón, desde donde despachaba y recibía sus aviones Ford 5-AT Trimotor y Fairchild FC-2W2.  El enclave era excelente desde el punto de vista aeronáutico, pero adolecía del mismo mal que afectaba a General Pacheco en lo relativo a distancia a la ciudad y accesos.

Con estas contrariedades objetivas, sumadas al reclamo creciente de los flamantes pasajeros (entre quienes destacaban prominentes empresarios, políticos y funcionarios), NYRBA y PANAGRA, que eran competidoras, terminaron unidas en una causa común, cual fue pedir a las autoridades aeronáuticas la habilitación de un campo de aterrizaje en las inmediaciones de la Ciudad de Buenos Aires.  Sus reclamos terminaron teniendo acogida, en buena medida porque no partían de teorizaciones urbanísticas o deletéreos proyectos arquitectónicos de larga envergadura, sino de una necesidad práctica, concreta y urgente, cual era meter en las proximidades de la Ciudad de Buenos Aires (y sacar de ella) un número finito de pasajeros con un número también finito de aviones alternados en frecuencias ordenadas.

Un aeródromo provisorio

El catalizador del reclamo de las empresas aerocomerciales norteamericanas terminó siendo el nuevo Director de Aeronáutica Civil, Salvador Bavastro, un funcionario que resultó ser solvente en lo técnico, receptivo al usuario y, fundamentalmente, proactivo en las soluciones.  Piloto civil con gran conocimiento de la aviación y de su entorno, Bavastro parecía tener alergia a los escritorios, y por ese motivo no era extraño verlo trabajar entre aviones, empresas y talleres.  Su particular perfil quedó marcado en las soluciones que fue aportando a lo largo de su fructífera gestión, y particularmente en la solución que aportó al problema del aeródromo de la Ciudad de Buenos Aires.

Habiendo estudiado el problema y sus antecedentes, Bavastro propuso un nuevo aeropuerto urbano, concebido en el concepto de “pórtico”, a construirse en la zona delimitada ente la Avenida Costanera, la calle Canning, las vías del ferrocarril y la Avenida Sarmiento. No han trascendido mayores precisiones de este gran proyecto, pero suponemos que debió tener cristalización y motorización oficial porque el mismo sirvió como argumento para justificar la creación de un “aeródromo provisional” adecuado para servir a las necesidades del transporte aéreo de las empresas aerocomerciales norteamericanas mientras el plan principal era ejecutado.

El área seleccionada para este “aeródromo transitorio” era un gran descampado de propiedad del Estado Nacional que había sido ganado al Río de la Plata como consecuencia de la construcción del Puerto Nuevo. En la actualidad es el polígono determinado por las Avenidas Antártida Argentina, de los Inmigrantes y Ramón Castillo; y la curva de la Avenida Corbeta Uruguay. Hoy está ocupado por la Casa de la Moneda, Tribunales Federales, el Edificio Cóndor y algunas dependencias de la Armada Argentina. Aunque este predio ya tenía en 1929 un destino asignado dentro de las construcciones previstas para el puerto, se autorizó su aplicación a propósitos aeronáuticos por un período acotado de tiempo, es decir, hasta la habilitación del proyecto mayor propuesto por Bavastro.

El sitio elegido para el “aeródromo transitorio” era un enclave estratégico por su ubicación. A su colindancia con el Puerto de Buenos Aires y el desembarcadero de pasajeros de la Dársena Norte, se le sumaba el muelle de amarre y apostadero de hidroaviones.  Además, a muy pocos metros se encontraban las amplias estaciones de los Ferro Carriles Central ArgentinoBuenos Aires al Pacífico y Central Córdoba. En pocas palabras, el área era naturalmente un centro intercambiador modal de transporte fluvial, marítimo, lacustre y ferrocarrilero, al que se le sumaría ahora el segmento aéreo, con el consiguiente factor multiplicador de correo, pasajeros y cargas.

El área exhibía por ese entonces un constante pulular de personas, sobre todo porque el Puerto de Buenos Aires era la entrada de miles de europeos provenientes de la tercera gran corriente inmigratoria a nuestro país. En paralelo, la realidad postal otorgaba toda una dinámica propia al enclave, pues las sacas de correo y podían cambiar su vector de transporte en muy poco tiempo. En el contexto general, los servicios aduaneros y postales podían organizarse de una manera más eficiente.  Bavastro hizo valer todos estos argumentos y así, a fines de 1929, el Ministerio de Obras Públicas de la Nación cedió provisoriamente el terreno a la Dirección General de Aeronáutica, que lo habilitó prácticamente de inmediato bajo el nombre de Aeródromo Público de Puerto Nuevo.

El nuevo aeródromo nació con algunas peculiaridades dignas de mención.  Dado su carácter eminentemente provisorio no se había previsto ninguna construcción específica, instalándose solamente una casilla para el encargado.  Esto no permitía atender adecuadamente las necesidades de los pasajeros (que no tenían dónde guarecerse) y mucho menos el servicio de las aeronaves (a las cuales no podía brindárseles mantenimiento). Dada la ausencia absoluta de infraestructura aeronáutica, una de las normas más importantes a respetar en Puerto Nuevo era la permanencia de las aeronaves.  Puesto que el espacio disponible no era amplio, los aviones debían aterrizar y efectuar las operaciones de carga y descarga en tiempos normales, pero inmediatamente terminado el embarque o desembarque debían proceder a sus destinos. Los mantenimientos, reabastecimientos y pernoctes estaban completamente prohibidos, excepto en casos de fuerza mayor.

 

El aeródromo del puerto

Los trabajos de acondicionamiento del “aeródromo provisorio” de Puerto Nuevo fueron relativamente sencillos y, para el 20 de diciembre de 1929, el campo ya estaba listo para iniciar los vuelos de prueba previos a su habilitación. Para la ocasión se requirió la colaboración de NYRBA, que facilitó para los ensayos un Ford 5-AT Trimotor con el que se procuró certificar la capacidad, aptitud y seguridad de la pista.  La máquina era la más grande y pesada que volaba en el país, por lo que conocer su desempeño en diferentes condiciones de carga era fundamental. El caballo volador resultó ser el Ford 5-AT Trimotor matrícula NC404H (serial 63), bautizado Salta, que arribó a Puerto Nuevo a los mandos del piloto Nathan Browne, Jefe de Tráfico de la empresa.

Las pruebas fueron supervisadas por Salvador Bavastro, el Mayor Eduardo Olivero (por entonces piloto de NYRBA) y Lorenzo Mazzeo, quienes solicitaron a Browne dos maniobras específicas: un despegue con la aeronave alivianada y otro a plena carga. Las altas temperaturas que se registraban en aquel día de verano ayudarían a evaluar la aptitud del aeródromo en las condiciones más críticas de comportamiento del avión.

El primer despegue fue realizado con pocos pasajeros a bordo. Después de dar plena potencia a los tres motores Pratt & Whitney Wasp, Browne logró hacerse al aire en tan sólo 4 segundos y recorriendo una distancia total de 70 metros. Luego de efectuar una vuelta de pista, el aterrizaje se produjo en una distancia de 130 metros. Inmediatamente el Ford fue acondicionado a plena carga de pasajeros y, repitiendo el procedimiento de despegue, se encontró nuevamente en el aire en 7 segundos y en una distancia de 110 metros.  La carrera de aterrizaje consumió 150 metros de campo, desde el punto de contacto hasta que el avión quedó completamente detenido.

Cabe destacar que para las pruebas se había previsto también la participación de uno de los Latécoére 28 de Aeroposta Argentina (sucesora de la Compagnie Generale Aeropostale), pero lo cierto es que las crónicas dan cuenta solamente de los resultados obtenidos con los ensayos efectuados por el avión facilitado por NYRBA, lo que ratifica nuestras sospechas de que Aeroposta usó poco o nada el aeródromo de Puerto Nuevo, que terminaría siendo de facto un enclave reservado para la operación aerocomercial de las empresas norteamericanas.

Cumplidos los vuelos de prueba del Ford Trimotor de NYRBA el aeródromo de Puerto Nuevo se dio por inaugurado sin más protocolo que el anuncio publicado en los diarios del 21 de diciembre de 1929. En los titulares de ese día, y los siguientes, la prensa refirió al nuevo aeródromo como “el apeadero de Puerto Nuevo”, un apelativo muy gráfico y a tono con la jerga ferrocarrilera, en la cual se conocía por tal a una simple y sencilla estación urbana de trenes en el cual (y durante unos pocos segundos), la formación detenía su marcha para cargar y descargar pasajeros. Exactamente lo que hacían los aviones en Puerto Nuevo.  A medida que la actividad aérea fue en aumento, el “apeadero” comenzó a ser citado en la prensa como “el Aeropuerto de Retiro”, en clara alusión a su volumen de vuelos y proximidad a la terminal ferrocarrilera, aunque nunca fue habilitado propiamente como tal.

Como primer Jefe del Aeródromo de Puerto Nuevo se designó a Carlos Echavaguren Serna, un desconocido piloto ayudante de la Dirección General de Aeronáutica respecto del cual no han trascendido méritos ni trayectoria.  A partir del 22 de diciembre de 1929 las empresas aerocomerciales empezaron a publicitar sus servicios en los periódicos, con los horarios y destinos habituales, pero mencionando las partidas desde el nuevo aeródromo.  El uso fue inmediato, a punto tal que NYRBA programó para las 8:00 de mañana del 22 de diciembre de 1929 la partida del vuelo que tenía destino final Santiago de Chile y escalas previas en Rosario, Córdoba y Mendoza.

El “apeadero” de Puerto Nuevo nació con una buena estrella.  O por lo menos con luz.    Y es que, contemporáneamente con su habilitación, fue inaugurado en las inmediaciones un edificio bancario dotado de un potente faro luminoso destinado, precisamente, a la guía de aviones.  Se trataba de la sede porteña del The National City Bank of New York, emplazado en la esquina de calles Bartolomé Mitre y San Martín, a unos 2.500 metros del “apeadero”. La obra había sido construida en un pequeño solar de 800 m2 bajo el estilo corporativista de moda, el Art Decó, y era autoría de los Arquitectos Luis Aberastain Oro y Lyman Dudley. Constaba de dos subsuelos y seis niveles sobre la vereda, cuyo remate en la azotea era, precisamente, el faro aeronáutico encargado por los directivos bancarios.  El dispositivo era más una alegoría corporativa del banco para la atracción de clientes, que una verdadera preocupación por la seguridad aérea.  Pero se constituyó en un verdadero hito urbano ampliamente publicitado y, como no podía ser de otra forma, Bavastro lo utilizó como refrendo a su idea del gran aeropuerto metropolitano respecto del cual el “apeadero de Puerto Nuevo” representaba una avanzada provisoria.

Con todo, el faro bancario no fue más que un símbolo, un adelanto futurista de lo que sería la próxima infraestructura aeronáutica, que se avizoraba inminente.  Pero no sirvió en la práctica para la operación nocturna del “apeadero” sencillamente porque el aeródromo de Puerto Nuevo no tenía ningún tipo de balizamiento. Es más, ni siquiera tuvo conexión de electricidad, como sí tenía (y a gran escala) el aeródromo de General Pacheco, desde donde Aeroposta Argentina lanzaba y recibía los vuelos del correo nocturno.  Y de haberse provisto balizamiento nocturno a Puerto Nuevo, lo más probable es que los focos y tulipas hubieran durado poco, pues el campo no tenía ningún tipo de cerramiento perimetral, por lo que era común que toda el área estuviera permanentemente transitada por peatones que circulaban entre el puerto, la zona ferrocarrilera y el área metropolitana.

La consecuencia directa de esta precariedad fue la inseguridad latente en todas las operaciones aéreas diurnas que se realizaban en el aeródromo bajo la responsabilidad de los operadores.  Esporádicamente se solicitaba el apoyo de soldados de la Armada, agentes de la Policía Federal o reclutas de la Guardia Costera, para despejar la pista “corriendo” a los desaprensivos transeúntes, pero ello ocurría sólo cuando, por la razón que fuera, el personal de las empresas aerocomerciales se veía imposibilitado de actuar o quedaba superado por la concurrencia.  En este contexto de inseguridad eran de esperarse accidentes, y los accidentes finalmente se produjeron.

Acto primero, un herido

El 4 enero de 1930, apenas quince días después de la inauguración del “apeadero”, sobrevino el primero de los dos accidentes que sellarían el destino del aeródromo.  Esa tarde aterrizó en Puerto Nuevo un biplano triplaza en cuyo fuselaje y alas podía verse pintada la matrícula R120.  El avión era propiedad de Guillermo Martínez Guerrero, Diputado Nacional por la Provincia de Buenos Aires, pero no era piloteado por él sino por un Aviador Naval que lo traía de la Estación Aeronaval Punta Indio, donde se le habían efectuado tareas de mantenimiento. La entrega al dueño debía efectuarse en la fecha indicada y, por pura comodidad, se decidió que la misma tuviera lugar en el “Aeropuerto de Retiro”.

Martínez Guerrero tenía previsto partir a la ciudad de Mar del Plata ese mismo día a media tarde, un horario inconveniente en función del calor y la humedad reinante en aquel verano sofocante.  La partida se produjo cerca de las 17:40, es decir, en el período de mayor calor. Luego del despegue el avión efectuó un amplio giro sobre el campo a unos 70 metros de altura, momento en el cual se le detuvo el motor.  El biplano entró inmediatamente en un tirabuzón que, dada la escasa altura, resultó irrecuperable.  El impacto contra el suelo se produjo fuera de los límites del aeródromo, en las cercanías de la Dársena “C” de Puerto Nuevo y a escasos tres metros de un auto de alquiler que pasaba por el lugar. La violencia del golpe desprendió por completo el motor Wright de 225 hp del resto de la aeronave, dejando a Martínez Guerrero atrapado inconsciente entre los restos.  Los primeros auxilios le fueron prestados por el médico de guardia del guardacostas Garibaldi, quien se ocupó de trasladarlo al Hospital Rawson en un camión del Arsenal Buenos Aires.

Aunque Martínez Guerrero sobrevivió al episodio, su accidente fue un llamado de atención para los responsables de la Dirección General de Aeronáutica habida cuenta de la cantidad de gente que circulaba por el “Aeropuerto” de Retiro.  Aquella vez la caída se había producido fuera del perímetro del aeródromo y felizmente no había tenido mayores consecuencias, pero otro hubiera sido el cantar de haberse producido un episodio similar en el propio “apeadero”, habida cuenta de la cantidad de gente que transitaba o curioseaba en el lugar.  En los círculos aeronáuticos comenzó a hablarse de la precariedad y premura con que había sido habilitado el aeródromo de Puerto Nuevo. Precariedad y premura que contrastaba con el rigor que la propia autoridad aeronáutica venía ejerciendo sobre los propietarios privados que querían habilitar sus propios aeródromos en el resto del país.

¿Un Stinson o un Stearman?

La identidad del primer avión accidentado en el apeadero de Puerto Nuevo nos dio algunos dolores de cabeza.  La prensa de la época, concretamente el diario La Nación, precisó que se trataba de un “Stearman con motor Wright de 225 hp”.  Sin embargo, para esa fecha no existía ningún avión de esas características inscripto en nuestro Registro Nacional de Aeronaves.   El avión que sí figuraba en el Registro, anotado precisamente a nombre de Guillermo Martínez Guerrero, era un Stinson (sin mayores precisiones) matriculado como R120 y equipado con motor Wright… pero de 220 hp.

La foto publicada por el diario La Nación, y reproducida en esta investigación, permite ver parcialmente un avión, pero al iniciar esta investigación no sabíamos exactamente qué avión era.  ¿Era un Stearman o era un Stinson?  Y, cualquiera fuera la respuesta a esta primera pregunta, ¿de qué tipo de Stearman (o Stinson) se trataba? Sólo teníamos una certeza, y era que ambas fábricas norteamericanas, que eran competidoras entre sí, estaban representadas en Argentina por un mismo agente, la empresa Jorge A. Luro y Compañía, con domicilio en calle Viamonte N° 522 de la Capital Federal.

También teníamos una primera especulación respecto de la identidad del avión matriculado con el registro R120, cuál era la esbozada por nuestro amigo Francisco Halbritter en su magnífica nota sobre los Stinson Reliant y sus antecesores en Argentina (El Stinson Confiable, Lima Víctor N° 25, Otoño 2009, páginas 16 a 23).  En aquel trabajo, de factura excelente, Francisco advirtió que Guillermo Martínez Guerrero no había completado el trámite de matriculación de su aeronave en la Argentina ya que, según las referencias históricas, el avión se había destruido en San Fernando, a poco de haber llegado al país, probablemente a principios de 1930.  Ello explicaba que nunca hubieran sido acompañadas al Registro las tres fotos que por entonces eran reglamentarias para la identificación de la aeronave a matricular.

Así, no había precisión de modelo ni de fechas, aunque estaba más o menos acotado el período en el que se le había asignado al avión la matrícula R120 (mediados de 1928 y principios de 1929) y bastante definido el motor del Stinson para el cual Martínez Guerrero había pedido la registración (un Wright de 220 hp).  Con estos antecedentes, y previo prevenir al lector de que podía equivocarse, Francisco aventuró con toda lógica que el avión de Martínez Guerrero era un Stinson SM-1DA Detroiter, la versión del SM-1 certificada en octubre de 1928 (ATC N° 76) y equipada con motor radial Wright J-5 Whirldwind de 220 hp.

Ahora bien, el Stinson SM-1 Detroiter era un monoplano de ala alta y cabina cerrada, mientras que el avión accidentado en Puerto Nuevo, con Martínez Guerrero a los mandos, era un biplano de cabina abierta.  Esta sola diferencia, gruesa, bastó para abrirnos los ojos y escudriñar más en las imágenes publicadas por el diario La Nación.  Advertimos que el avión tenía pintada en la cola la letra “R” (indudable referencia a que había sido anotado en el Registro Nacional de Aeronaves) y, lupa mediante, pudimos ver el número 120 parcialmente pintado en el fuselaje.  No había dudas de que estábamos en presencia de la matrícula R120 reservada por Guillermo Martínez Guerrero, y no había duda tampoco de que el accidente a consecuencia del cual se había destruido el avión no había ocurrido en San Fernando sino en el aeródromo de Puerto Nuevo.

Como indicaban las referencias históricas el accidente efectivamente se había producido “a principios de 1930” (de hecho, ocurrió el 4 de enero de 1930) y es dable suponer que las referencias históricas también fueran ciertas en cuanto a que el avión había llegado poco tiempo antes a la Argentina, lo que por otro lado explica que el proceso de matriculación no se hubiera completado.  Y es que toda la Administración Pública (incluso el Registro Nacional de Aeronaves) se ralentiza los últimos días de diciembre por las festividades de Navidad y Año Nuevo, mientras que el mes de enero (incluso aquel de 1930) corresponde al receso vacacional de verano.

Teníamos entonces que el R120 no era un Stinson (como erróneamente fue asentado en el Registro) y que razonablemente era un Stearman (como consignaba la crónica del diario La Nación).  Pero, ¿de qué tipo de Stearman se trataba?  El diseño de la cola, la parte posterior del fuselaje y el carenado de la cabina abierta claramente nos colocaban frente a un Stearman C-3, pero este tipo a la vez tuvo diferentes variantes con diversas motorizaciones.  Llegados a este punto, decidimos recurrir una vez más al saber de Francisco Halbritter.  En su exhaustiva investigación sobre los Boeing Stearman 75 en la aviación civil argentina (El Stearman, Lima Víctor N° 17, otoño 2007, páginas 4 a 12), Francisco nos enseñó que “en nuestro país tuvimos dos ejemplares del Stearman C-3B, uno importado en 1928 y el otro en fecha tan tardía como 1940”.  La referencia era bien precisa, pero nos ponía frente a un problema:  el Stearman C-3B estaba equipado con un motor Wright J-5 Whirldwind de 220 hp, mientras que el diario La Nación reportaba que el avión de Martínez Guerrero tenía un motor Wright de 225 hp.  Era obvio que estábamos en presencia del mismo tipo básico de motor Whirldwind, pero los cinco caballos de diferencia nos abrían una fisura por la que debíamos espiar.

Y esa fisura nos llevó al modelo Stearman C-3R Business Speedster certificado en 1929 por la Civil Aviation Authority en virtud del Approved Type Certificate N° 251, que venía equipado precisamente con la versión más potenciada del Whirldwind, el Wright J-6, un motor que se ofrecía al mercado en sub-versiones de 225 y 240 hp.  Un dato más parecía confirmar nuestra especulación, y es que en el Registro Nacional de Aeronaves figura inscripto un Stearman C-3R, el matriculado LV-NFA, cuyo último propietario fue Carlos José Calvi y cuyo número de construcción se ignora.  ¿Sería un avión reconstruido a partir de los restos del R120?  ¿O era otro Stearman C-3R?  En tal caso, ¿cuáles son los dos Stearman C-3B de los que nos habla Francisco? ¿Sería el avión de Martínez Guerrero, en realidad, uno de ellos? Son incógnitas que dejamos flotando y que, no dudamos, Francisco se encargará de despejar en alguna próxima entrega de su sección favorita, El Anticuario.

Acto segundo, dos muertos

Pese a la resonancia mediática que tuvo el accidente del Stearman C-3 de Guillermo Martínez Guerrero, e incluso a despecho de las críticas que comenzaron a oírse respecto de los límites abiertos del apeadero, lo cierto es que nadie hizo nada respecto de su seguridad operacional del aeródromo de Puerto Nuevo.  Por eso, sencillamente por eso, 66 días después de la caída del Stearman sobrevino otra tragedia, y esta vez sí hubo entierros.

A las 6:50 de mañana del 23 de marzo de 1930 los soldados Victoriano Rodríguez y Miguel Paladini Peluso, pertenecientes al Cuerpo de Guardacostas, se dirigían a tomar sus turnos de servicio en las inmediaciones de la Dársena “C” de Puerto Nuevo.  Para ello, y según posteriores declaraciones a la Justicia, “debían caminar a través de un gran descampado que era usado de vez en cuando por los aviones”.  Aunque no lo tenían claro, ese “descampado” era precisamente la pista del aeródromo provisional de Puerto Nuevo, lo que puede dar una idea al lector de la extensión y la absoluta ausencia de señalización que caracterizaban al predio.

A medio camino en su trayecto los soldados fueron detenidos por Blima M. de Walmann, una pobre inmigrante que pretendía preguntarles acerca del lugar donde podía instalar una churrasquería ambulante ya autorizada por la Aduana, para dedicarse a la venta de choripanes al paso. El trío nunca advirtió que exactamente en esos instantes se encontraba efectuando su aproximación para aterrizar en Puerto Nuevo el Fairchild FC-2W2 matrícula NC8039 (serial 529) de PANAGRA, que venía con sacas postales de Montevideo.  El vuelo había partido a las 6:00 de la mañana y, luego de una breve escala en el “apeadero”, debía proseguir a Santiago de Chile.  A los mandos del avión se encontraba el piloto Raymond Williams, quien ya tenía numerosos aterrizajes en Puerto Nuevo y que, por la hora, jamás imaginó que la pista estaría ocupada por tres personas que charlaban distendidamente. Tampoco lo advirtió su esposa (Emilia Jabsen Williams) ni el mecánico de la aeronave (Daryld Farnur), que volaban como pasajeros.  Al ver la cabecera ocupada, Williams intentó una brusca maniobra evasiva de último momento, pero no pudo evitar a tragedia.

El avión embistió de lleno a Walmann y Rodríguez quienes murieron en el acto.  Sus cuerpos fueron arrastrados bajo el tren de aterrizaje por más de 50 metros, hasta que el avión se detuvo aplastándose sobre ellos. El soldado Paladini alcanzó a esquivar el golpe en el último segundo y salvó su vida por milagro. Como ocurre siempre en estos casos, el sitio pronto se llenó de solícitos y curiosos que entorpecían más de lo que ayudaban, y así se fue pintando el cuadro hasta bien entrada la mañana.  En lo que bien pudo pasar por una sórdida procesión macabra, los cuerpos inertes de los dos desprevenidos peatones terminaron cargados en una angarilla con la cual se los llevó hasta la Subcomisaria que la Policía Federal tenía en Puerto Nuevo, donde quedaron a disposición del Juez Rodríguez Ocampo.

Mientras todo esto ocurría la carga postal del Fairchild accidentado se re-despachó en un hidroavión Sikorsky S-38B de PANAGRA, que partió a Santiago de Chile desde el cercano apostadero de hidroaviones. Se previó acortar el tiempo de escalas para dar alcance en Lima al Ford Trimotor de la empresa que debía continuar hacia el Norte con la posta de correos.

Epílogo cantado

A tres meses de ser habilitado y como consecuencia del segundo accidente relatado, la Dirección General de Aeronáutica decidió clausurar indefinidamente el aeródromo provisorio de Puerto Nuevo, a la espera de que los legisladores nacionales se terminaran de poner de acuerdo respecto a cómo, cuándo y dónde construir el definitivo Aeropuerto de la Ciudad de Buenos Aires propuesto por Salvador Bavastro.  La experiencia de un campo de aviación precario y temporal había salido demasiado cara, lo cual era predecible dadas las condiciones en que había sido habilitado el enclave.

La clausura no cambió mucho la fisonomía del lugar. El descampado continuó siendo un descampado y, como nada se había construido, nada debió ser demolido. Sin embargo, no estaba todo dicho, porque el infausto aeródromo clausurado todavía tenía un hecho que registrar.  En efecto, el 4 de noviembre de 1931 aterrizó precisamente allí el biplano Waco ATO matrícula R43 a los mandos del legendario piloto Rufino Luro Cambaceres.  El avión estaba inscripto en el Registro Nacional de Aeronaves a nombre de la Dirección de Aviación Civil, pero, en realidad, volaba al servicio de la Aeroposta Nacional, la estructura organizativa con la cual el Estado Argentino se estaba esforzando en mantener los vuelos de enlace a la Patagonia tras la suspensión de las frecuencias de la Aeroposta Argentina motivada por la aguda crisis financiera internacional posterior al crack de la bolsa en Wall Street.

Rufino Luro Cambaceres no sólo se obsesionó con mantener a ultranza el enlace aéreo que habían explotado los franceses desde la época de la Compagnie Generale Aeropostale, sino que decidió ampliarlo todavía más al Sur, para conectar en forma regular el Continente con la Isla Grande de Tierra del Fuego y, de tal forma, integrar al servicio postal (y al país) a las comunidades de Rio Grande y Ushuaia.  En este contexto, Luro Cambaceres planificó lo que para ese tiempo era un imposible, un vuelo postal de 2.700 kilómetros de distancia que habría de cumplirse en un solo día, enlazando en la misma jornada las ciudades de Río Gallegos y Buenos Aires.   Para asegurarse de que la misión se cumpliera, él mismo fue el piloto al mando.

El vuelo partió de Río Galleros en la madrugada del 4 de noviembre de 1931 y, tras realizar varias escalas (incluyendo cambio de avión por el Waco en Bahía Blanca) terminó pasadas las 17:00 en Buenos Aires. El punto de destino bien pudo haber sido Morón, base operativa de la Aeroposta Nacional, pero Luro Cambaceres eligió el ex aeródromo de Puerto Nuevo para darle mayor impacto a ese enlace, que a partir de aquel día pasaría a ser frecuencia regular. Llegar a Morón hubiera sido intrascendente, apenas un arribo más, pero cerrar aquel primer vuelo en pleno centro porteño era otra cosa, porque ponía en evidencia la grandeza de propósitos de la Aeroposta Nacional y consolidaba el respaldo a su gesta y sus hombres. (Aunque excede completamente a este trabajo, cabe indicar que Rufino Luro Cambaceres no cejó en su empeño por llegar con la Aeroposta Nacional al Fin del Mundo y así, pocas semanas después, el 27 de diciembre de 1931, realizó el primer aterrizaje de un avión de base terrestre en Ushuaia, acompañado por el piloto Francisco Ragadale, y empleado el mismo Waco con el que había llegado a Puerto Nuevo).

El proyecto de Salvador Bavastro de construir el Aeropuerto de Buenos Aires en las cercanías de la calle Canning terminó defenestrado, probablemente porque sus detractores se valieron del aeródromo provisorio de Puerto Nuevo como antecedente de signo negativo.  Pero la idea general era la correcta, por lo que fue retomada y remozada por la Comisión Asesora de Aeronáutica de la Cámara Argentina de Comercio, que en 1932 presentó al Poder Ejecutivo Nacional un proyecto arquitectónico que delineaba los trazos iniciales de un aeropuerto metropolitano, incluyendo su ubicación, tamaño y forma.  Este proyecto terminó siendo precedente para la Ley Nº 12.285, sancionada el 30 de septiembre de 1935, por la cual el Congreso Nacional autorizó la construcción y habilitación, dentro de los límites del Municipio de la Ciudad de Buenos Aires y litoral fluvial adyacente, de un aeropuerto para aeroplanos, hidroaviones y aeronaves en general, destinado a satisfacer las necesidades del tráfico aéreo nacional e internacional. Aunque todavía quedaba un largo camino por recorrer, aquella ley parida desde Puerto Nuevo fue el primer antecedente normativo que permitiría la habilitación, en 1947, del Aeroparque “17 de octubre”, hoy Aeroparque Metropolitano “Jorge Newbery”.

Pero esa, sencillamente, es otra historia.

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Fuente: http://www.histarmar.com.ar

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